“Es más listo un pobre que cien abogados”. Así lo sentencia una máxima popular que no comparto. Es pura demagogia para contentar al pobre. Pero confirma la pésima imagen que los letrados tienen entre los iletrados y los que no lo son. Otros dicen que los abogados no son corruptos, sino que son los corruptos los que se hacen abogados. Y los mal hablados aseguran que los abogados son como las prostitutas: cobran por adelantado y no se mueven si no les pagas. Habladurías. Como aquélla que afirma que sólo hay tres cosas que se han demostrado que no existen: extraterrestres (a pesar de Domingo González Arroyo), vida inteligente en Tele-5 y abogados baratos. Y chascarrillos crueles en forma de anuncio: “Vendo ataúd para abogado. Tiene agujeros en el fondo para que los gusanos salgan a vomitar”.
Jamás he tenido que recurrir, al Cielo gracias, a los servicios de ningún picapleitos, excepto cuando me ha asignado uno de oficio la propia Justicia (esa quimera en la que no creo), allá cuando a fulanito o a menganito se le ha ocurrido presentarme una querella. Hubo una época en la que las coleccionaba, aunque con o sin abogada de oficio nunca resulté finalmente condenado hasta el día de la fecha (no les iba a dar encima el gustazo a los querellantes de gastarme un dinero en mi defensa sólo porque ellos se sintieran o sintiesen ofendidos por tres líneas en un artículo de opinión). No he podido comprobar empíricamente, por lo tanto, si es cierta o no la otra leyenda que sentencia -nunca mejor dicho- que para los abogados el cliente tiene la razón hasta que deja de pagar. Pero debe haber algo de cierto, pues de siempre se ha sabido que los abogados son malos para la salud… del bolsillo, que se queda en puras telarañas.
En Roma le escuché decir una vez a una lugareña que en Italia es una frase hecha eso de afirmar que la única diferencia que hay entre los abogados y las ratas es que incluso a estas últimas se les puede acabar cogiendo cariño. Están locos estos romanos, siempre exagerando. Todas las generalizaciones son malas y, sobre todo, injustas. Pero a veces los hechos acaban dándole la razón al tópico, y contribuyendo a la mala fama. Y entonces facilitan el chiste: “El abogado hace que dos se peleen por una vaca, poniendo a uno a tirar del rabo y al otro de los cuernos, mientras él la ordeña”.
Convengamos, con todo, que algunas de las ocurrencias en torno a los abogados tienen su gracia, como ese bien intencionado aviso para conocer qué clase de abogado tienes: “Lleva un gato a su despacho. Si el gato sale a escape de allí, el letrado es un perro. Si el gato entra, es una rata”.
Miguel Ángel de León
[Crónicas de Lanzarote, 27 de julio de 2006]